sábado, 10 de noviembre de 2018


CAPULLITO
Los privilegios se adueñaron de mí desde el día de mi gestación; mi madre, al enterarse de mi presencia en su vida, en el mismo instante decía que se sentía diferente, que una extraña y hermosa sensación la invadía. A partir de ese momento se iniciaron los preparativos para mi nacimiento. Mamá comentaba con todas sus amigas que una pequeña rosa estaba creciendo dentro de ella, que desde aquel momento todo es incomparable, que la vida se volvió diferente. Por cierto, se sentía y se la veía diferente. Orgullosa andaba, vivió inflada. ¿Seré yo la  primavera para mi mami? -Pensaba yo para mí adentro acurrucadito en ese pequeño rincón de su cuerpo-. ¿Será esta la primavera? -Me preguntaba-. Pero finalmente me dije, ¿de donde saque esa palabra primavera? ¿Será un invento nomas? ¿Será mi fantasía? ¡Oh primavera! ¡ Oh primavera! –repetía innumerables veces- pero sin saber su significado, además nadie me escuchaba y eso me daba la libertad de ser monotemático. Para mi la primavera era sinónimos de flores, de plantas, de jardines, tenia la impresión que significaba algo de la vida, en fin, relacionada con cosas lindas, muy bellas. Desde el día que mi mami se enteró de mi presencia dentro de ella, dedicaba un cuidado diferente a su pancita, pues velando su panza sabia que me estaba cuidando y mimando. Mi presencia en su vida le dio un ritmo diferente a su renovado andar. Sus amigas le tocaban la panza, la acariciaban, pero no se daban cuenta que muchas veces me tocaban los piecitos y otras veces me acariciaban la cabeza, porque yo era muy inquieto y no toleraba quedarme en una sola posición ni medio segundo. Tan mimado me sentía todo el tiempo. El día que naci se llenaron de flores la entrada a la habitación donde estábamos, flores de todos los colores y me encontré con una multitud de gente.

 Todos me miraban con una expresión extraña. Algunos con cara de compasión, otros horrorizados, y los demás, en cambio, parecían más bien  asustados. No entendía mucho lo que estaba pasando, pero tenía muchas ganas de gritarles y mostrarles la lengua, hasta  quería  morderlos. ¿Morderlos a mi edad? Me dije, pero si no tenía ni un solo diente. ¿Y cómo iba a tener dientes si acababa de nacer?; además no controlaba  mis movimientos. En realidad yo no era dueño de ninguno de mis actos.

Las únicas personas que me miraban con una profunda ternura eran mi papá, mi mamá y mis hermanitos. Mi mami, incluso se pasaba mimándome, haciéndome  noni noni y mimitos en la cabeza. Pero en  todos vi una mirada de compasión y  tristeza; por lo visto ellos no sabían que los niños que nacemos con la alteración genética a nivel del cromosomas 21 estamos dotados de dos privilegios: el primero, nuestra capacidad de concentrar toda la atención, cariño y afecto hacia nosotros; el segundo, que somos los únicos que al nacer ya sabemos que vivimos el doble de nuestra edad. Creo que no van a entender esta última parte. Lo que  pasaba era que aún no me habían limpiado ni la sangre del cordón umbilical  y yo no podía ordenar y mucho menos explicar muy bien mis ideas. Pero voy a tratar de hacerme entender. Nosotros, para ponernos acorde a los tiempos que manejan los demás mortales, cada momento de nuestra edad debemos multiplicarla por dos. Todos los que me estaban mirando no se imaginaban que aunque tenía de nacido apenas treinta minutos, ya tenía sesenta. No es muy significativo esto en números, porque los adultos prefieren números grandes. Por ejemplo, les puedo demostrar agrandando los números, haciéndolos más colosales: ahora mismo ya tengo tres mil seiscientos segundos. Mañana a esta misma hora ya voy a tener ciento setenta y dos mil ochocientos segundos, el doble de los otros que nacieron a la misma hora. ¡Qué fantástica la vida para los que tenemos padres especiales!

Yo no sabía si me escuchaba la gente que fue a verme en las primeras horas  de mi nacimiento, pero yo les vi a todos e intentaba comunicarme con todos ellos: es más, fui hasta  prejuicioso, suponiendo que no querían escucharme y que por eso no prestaban atención a lo que les decía.

Esta alteración genética a nivel del  par de cromosomas 21 por lo visto es un verdadero problema para los adultos. Les pillé in fraganti, cuando chusmeaban a espalda de mi mami; unos decían es down, otros me llamaban mongólico y los demás decían simplemente es un nene especial. De todos cuchicheaban, pero como aún yo no tenía nombre y solo mi mamá sabía cómo me llamaría, era comprensible que se refieran a mi de diferentes maneras y traté de entenderlos; por supuesto, les perdoné a todos, y mi perdón también vale doble.

Pero lo que aún no entendía es el poco interés que ponían a lo que les decía, y más teniendo en cuenta el escaso tiempo que me asignaron para vivir en este planeta. Lo lógico es que me prestaran más atención, porque también requiero el doble de cuidado.
Yo creo que la única persona que no vio nada especial en mí fue mi mami; para ella, todos los hijos les resultábamos iguales y especiales. Es más; cuando fui creciendo ella se refería a mi  diciendo “este niño lo único de especial que tiene es que es más cabezudo que los otros”. Pero era consciente de que necesitaba un estímulo adicional.
Estaba por cumplir un año cuando fuimos a un lugar muy lindo, calculo que debía ser muy cerca del cielo, porque del cielo siempre dicen que es muy lindo. Esto ocurría la tercera semana de mayo, uno o dos días antes de mi cumpleañito, fuimos para la fisioterapia, así lo llamaban todos. No me pareció muy lejos de mi casa; entramos por un portón grande y nos dirigimos a un patio lleno de flores, árboles de diferentes tipos, era un jardín muy bien cuidado y en medio de esa gran vegetación estaba un edificio muy colorido, digamos que estaba pintado con los colores para los padres especiales o padres con problemas. Entramos en aquel palacio. Parecía que íbamos ingresando a un castillo de duendes y hadas; todos estaban preparadísimos para recibirnos. Mi mami pagó un pequeño arancel en la caja e inmediatamente nos hicieron pasar a un inmenso salón. Sin pensar mucho imaginé que sí estábamos en el cielo; no pregunté por ningún santo por miedo a pronunciar mal las palabras y que no me entendieran. El colorido salón daba una sensación de paz, los juguetes parecían  todos hermanos gemelos. A un muñeco yo le podía sacar el bracito y colocarle al otro, todos calzaban en unos y en otros; hasta a Pinocho le vi con la nariz normal. Estuve  muy tentado en agrandarle la nariz porque no le concebía con una nariz tan pequeña; parecía una copia de mi nariz: la tenía tan achatada como la mía.
Nos hicimos amigos con Pinocho y en confianza me pidió que le cambiara la nariz y le colocara de nuevo su narizota, porque esa narizota fue la que lo llevó a la fama mundial. En realidad en todo nos parecíamos: él como yo tenía exceso de piel en la nuca; orejas y boca pequeñas, los ojos inclinados hacia arriba, manos cortas y anchas con dedos también cortos; en fin, detalles o excusas para que no vean diferentes.
Juegos didácticos les llamaban unos, mientras otros les decían equipos de estimulación. A casi todas las cosas se les podían llamar de dos a tres maneras diferentes; es casi igual como me identifican a mí, como ya dije, unos me dice down, otros mongólico y la mayoría, niño especial.
Cuando empecé a frecuentar el cielo tenía las piernas finitas, perdón, todo el cuerpo finito, delgadito, como Popotito, que “en plena lluvia no me voy a mojar”, exactamente como la canción. Al principio nada hacía bien y empecé a dudar de que el cielo fuera el lugar más apropiado para mí, pero al poco tiempo aprendí a caminar y no pasó mucho para lograr chutar por primera vez una pelota. Por mi apresurado aprendizaje ya “creían” que podría ir a practicar en alguna selección de fútbol o que en el futuro podría ser una especie de “Pelé o Maladona”.
Todo quería aprender rápido. El tiempo no jugaba a mi favor, todo debía hacer apresuradamente.
Camino al cielo descubrí el beso. Me di cuenta de que el beso era una forma de demostrar afecto. Ese día se lo di por primera vez a alguien a quien quiero mucho y que no encontraba la forma de demostrarle mi “quelel”: le entregué muchísimos besos a mi mami y traté de que fueran  besos tiernos, entusiastas. Con cada beso que daba le mojaba toda la cara y ella necesitaba una tonelada de pañuelos para secarse, pero jamás se enojaba.
A los pocos días ya empecé a repartir besos a mis hermanos, hermanas, tías, tíos y finalmente a todos los que llegaban a mi casa. “Becho, becho”, le decía a la gente. Con el beso quería demostrar  lo que soy, expresar mi afecto. Con cada beso me sentía feliz. Besaba para demostrar mi cariño y hacer agradable y placentera mi presencia. Cada día aprendía a besar de manera diferente y hasta aprendí a besar la vida y quererla.
Las primeras palabras que empecé a pronunciar enloquecían a mi papi, a mi mami y a mis hermanitos, se mataban de risa por la forma en que las pronunciaba; hablaba mal, pero era simpático. Frente a las personas extrañas, sin embargo, me mantenía callado, casi no hablaba, tenía mucha "guargüenza".

En mi casa me asignaban algunas actividades para el día; por supuesto, la mitad de lo que correspondía a mis hermanitos que era mi entero.

Y llegó el momento de ir a la escuela. El primer día me peleé con dos compañeritos, a uno le mordí el dedo grande del pie en el arenero y al otro simplemente le empujé y le eché. Cuando la maestra me increpó por el empujón que le di al compañerito, yo simplemente le contesté “se caio soito noa. El nene no hizo naa, se caio soito noa”. Pero no fue todo, también me peleé con la profesora, porque no dejaba que me chupe unos chupetines que le había robado a un compañero de otro grado. No me gustó mucho la escuela en el primer día, pero mamá, que tenía una paciencia de santa, me habló e insistió mucho para volver y hacer la experiencia del segundo día, y por cierto que ese día ya me fue mejor, a mí y a los otros: ya no mordí, no pegué, ni robé a nadie, pero me bañé debajo de una canilla de agua que estaba a la entrada del patio de la escuela. A nadie le molestó mucho que me bañara allí; lo que le molestó al director fue que me desvistiera totalmente para darme la “ducha” en pleno patio de la escuela.

Para las personas grandes parecía que lo más importante era la edad; siempre empezaban por preguntar  la edad. “Pelo kalamba digo, palake kielen taber mi elad”, les decía a los que insistían con ese insignificante dato. No “kelia” hablar mucho de eso, tampoco “kelia pasar el día contando mi elad”; no era lo más importante para mí.

Pero mi mami hacía todo y de todo para que yo pasara lo mejor posible. El tiempo pasaba y fui dejando de ser el “bebé”, aunque seguían tratándome como tal; para colmo yo vivía muy apuradamente porque los días me costaban el doble y mi vida era exactamente como el número siete de los juegos de azar, valía por dos.

Un día el médico le dijo a mi mami  que tenía un problema en el corazón: que la pared que separa los aurículos no se había desarrollado lo suficiente y que quedó un orificio muy grande; por eso mi corazoncito bombeaba demasiada sangre  a mis pulmoncitos y que se me podía presentar una insuficiencia cardiaca, y eso  puede volverse muy “glave”.

Mi mami se puso muy triste. Entonces yo le conté que era amigo de Pinocho, que le había conocido en el cielo y que él tiene a su padre, don Gepetto, que es carpintero. Pinocho me había contado, cuando le cambié la nariz, que su padre era el carpintero más famoso del mundo y que podía solucionar los problemas más complejos de la humanidad. Él podría fabricarme un nuevo corazón, si era eso lo que se necesitaba. Insistí que precisaba hablar con Pinocho para que don Gepetto, el carpintero, me fabricara un nuevo corazón. Fuimos con mi madre al cielo y hablé con Pinocho; este, presuroso, llamó a su padre. Le conté a don Gepetto mi problema y se puso inmediatamente en la tarea de fabricarme un corazón nuevo. En el menor tiempo posible, antes de que cante el gallo ya tenía desarrollando un nuevo corazón. Pero quería saber –y eso me preocupaba en cierta manera- qué garantía ofrecía el corazón fabricado por don Gepetto, y éste con una firmeza absoluta me aseguró que el material usado por él para la separación de los aurículas era de petereby, una madera incomparablemente resistente a todos los embates y subidas de presión que se conoce en el campo de la patología general. “Es más -me dijo-, para tu tranquilidad el corazón que yo fabrico está bloqueado para las guerras y otras calamidades inventadas por el hombre; eso sí, estos separadores auriculares de petereby son muy sensibles al amor, al afecto y a la ternura, y cuenta con un  chip rastreador de soluciones a los múltiples problemas no resueltos aun por la humanidad”. “No tengo una garantía escrita -me siguió diciendo con mucha humildad; - pero en la Tierra se conoce mi trabajo y está a la vista de todos, y con dolor debo reconocer que son pocos los que siguen con este trabajo, y son contados los hombres sensibles; humanos y tan buenos como Pinocho: ESTE CORAZON TE DURARA EXACTAMENTE TODO  EL TIEMPO QUE NECESITAS VIVIR, QUE ES TU EDAD MULTIPLICADO POR DOS”.


Pasó el tiempo, dos o tres décadas o tal vez más, hasta que un día me di cuenta de que el nuevo corazón fabricado por don Gepetto se estaba poniendo viejo, empezaba a “dormirse y a cansarse con el paso de los años y que se acercaba el final de sus valiosos latidos. Consciente de ello y presintiendo el fin de mi viaje en la vida terrenal, me puse en la hermosa tarea de “escriblir una calta” de despedida dirigida a todos los padres especiales del planeta. No quería perder la oportunidad de decirles que mi estadía en la Tierra fue muy buena, que fui criado y educado en un capullito de algodón y que sería muy injusto que yo no reconociera este tercer privilegio, y como soy muy exigente, pedigüeño y “malkiado”, y más aun sabiendo que todos mis pedidos son “oldenes”, quería hacer una última recomendación a todos los padres especiales. “No permitan que se cierre para sus niños el cielo que está en la Tierra”  
Anibal Barreto Monzon
Registro Nacional del Derecho Autor No. 9754    
        
                                        

















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